lunes, mayo 24, 2004

Balvanera, 11 de septiembre de 2002


Querido Ernesto:

Sé que han pasado demasiados años desde que recibiste mi última carta, tal vez estés muerto o parapléjico o alguna otra cosa similar. Tal vez te hayas casado. No lo sé.
De todas maneras, estaba escuchando "Somewhere over the rainbow" en la versión de Tony Benett y me acordé de Pablito Wellapon, ese compañero de secundaria del que estabas perdidamente enamorado.
Te preguntarás por qué te escribo a vos y no a Pablito Wellapon. La respuesta es simple. Sucede que Pablito no tiene dirección de e-mail o, si la tiene, al menos yo la desconozco.
Te interrogarás entonces de dónde saqué yo tu dirección. Y la respuesta es un poco más complicada. Pero intentaré resumir la historia que me llevó a dar con ella.
Hace unos meses me encontraba yo en el shopping del Abasto esperando a un citado a ciegas cuando de pronto lo vi aparecer a Andrea Bocelli. Venía acompañado de Steve Wonder y un chabón que se parecía mucho a Borges pero seguro no era porque me parece que Borges se murió hace un tiempo.
El problema fue que realmente no me animé a acercarme a ese grupo, ya que no sabía quién de los tres era mi cita (además ninguno me gustó en realidad, a decir verdad, los tres estaban bastante excedidos de peso...)
Entonces me fui a un recital de poesía que estaban dando en el segundo piso (ahí donde están los cines), en un gran auditorio con capacidad para 500.000 personas.
En el escenario había más de 100 personas leyendo endecasílabos al unísono así que no se entendía un pomo. Y el público constaba de seis personas: dos vendedores de maníes tostados, otro de gaseosas, un señor llamado Beto, una señora entrada en años (o mejor dicho saliéndose de ellos) que finalmente resultó ser Judy Gardlan de incógnito en el país, y yo, la que suscribe.
La verdad es que estaba aburrida. Por suerte siempre tengo a mano un libro de Corín Tellado para leer y eso me puse a hacer munida de una pequeña linterna que me compré en el todo por dos pesos de Callao y Corrientes.
La historia era bastante interesante: una princesa azteca, o mejor dicho, la reencarnación de la misma en el año 1992 en una yupi de New York, que se enamoraba de un obrero de la construcción afgano y todos esos infortunios que suceden entre amores de clases sociales diferentes. Cuando iba por el capítulo 29 y ellos se encontraban en un vuelo de Alitalia (ella, ávida de aventura; él, por simple error del destino) y a punto de consumar su amor en la fila de asientos 14a., Beto se me acercó y me dijo:
      -¿Bailás?
Yo levanté la mirada del libro y tratando de ponerme en contacto con lo que pasaba alrededor le contesté:
      -Pero si no hay música. Esto no es un baile, es un recital de poesía.
      -Eso no tiene la menor importancia -respondió él con voz afectada por una pulmonía-, la música uno la lleva dentro.
      -Y qué hacemos con la pobre Judy? -le dije yo bastante entusiasmada con eso de milonguear.
     -No hacemos nada. Judy acaba de irse del brazo de Julie Andrews que, por si no sabés, es su ahijada.
Recorrí con la mirada todos los recovecos del lugar. No había nadie. Ni siquiera los poetas del escenario. Sólo Beto. Beto y yo como una especie de amalgama odontológica, como dos almas levitando al ritmo de una música estelar que nos elevaba hacia las más grandes alturas.
Desperté sola en un telo de la calle Oro, en Palermo.
Me puse el anorak que llevaba y al salir el conserje me dio una nota donde estaba tu dirección de e-mail y tu nombre, Ernesto... tu bello nombre.
Es por eso que te escribo ahora, sin saber si has muerto, si estás parapléjico o si te has casado.


Daniela Susana Ferro de Montoly

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